Tuesday, December 25, 2007

Música para letras de Juan Hernández Luna...

- No se quién soy; a veces me creo fantasma. Fui primogénito de mi padre y sin mirada propia. Nací sin ojos. Cuando necesitaba pedía unos en préstamo. Mi prima me ayudaba. Era de mi edad y de mi familia, lo cual estaba permitido. Me quería mucho, siempre juró que si llegaba a morir podía quedármelos. Lo decía sonriendo, imaginaba para siempre sus ojos de azul intenso en mi cara quemada por el sol.

“Vivíamos en Silos, puerto lleno de promesas y mujeres que sonreían. En sus calles abundaba un olor a manzanilla, y en la abertura con que saludaba al mar se miraban gaviotas y un romper de olas infinito.

“Todos los días en la playa crecían infinidad de canciones que se recogían de madrugada, antes que el sol apareciera. Los cancioneros iban de casa en casa entregando su cargamento. Todas eran diferentes. A veces encontraban alguna que resaltaba por su belleza. Quien lo hacía, podía apartarla; con ella regresaba a casa.

“Para entonces la madre tenía la mesa puesta y todos esperaban ansiosos que terminara el desayuno, entonces la madre cortaba la canción en rebanadas y la daba a los niños.

“La rebanada mejor era siempre para los abuelos: la deshacían con los dedos y se acariciaban la cara mientras tomaban el sol.

“De mis cuatro abuelos sólo conocí a una abuela. Los demás hacía tiempo que habían sido picados por un mosco de cruz. Durante años mantuvimos sus cuerpos acostados en un cuarto al fondo de la casa esperando despertaran. Pasó el tiempo y la carne de mis abuelos fue oliendo mal hasta que terminó pudriéndose. Fue necesario enterrarlos.

“Mi padre pensó tomar los ojos de alguno de ellos para mí, pero los de mi abuelo Pablo eran pequeños y rasposos, jamás pude acomodarlos bien, se caían continuamente, y los de mi abuela Nora ni siquiera entraron, era tan corpulenta que aún anciana podía capar un cerdo. Y los ojos de mi abuelo Jacinto eran ciegos, como los míos.

“Mi abuela Anauj vio morir mucha gente y salvó a otros tantos. Sabía curar el mal de flor, el de solomillo y hasta el de pangesia. Con ella me gustaba platicar de cómo vio nacer el mundo, de cómo el lugar donde vivíamos era una isla que se fue juntando con otras hasta formar los desiertos tras las montañas. Siempre decía que cuando el desierto nos alcanzara sería el fin. También me platicó de cuando mi padre se metió una semilla de frijol en la nariz y al paso del tiempo ésta germinó y comenzó a crecer y crecer hasta dar frutos. Yo mismo conocí esa mata de frijol sembrada en el patio.

“Por las tardes escuchaba los pasos de las jóvenes que iban a la cita con sus amantes. Más tarde se oían los perros ladrar a las olas o a los muertos. A esa hora se debían abrir las ventanas de la casa. Decía mi padre que era para que el viento no se sintiera preso, porque si eso sucediera no podría regresar a la playa y no habría canciones qué levantar por la mañana.

“Mi padre era uno de los hombres que se encargaban de surtir canciones a la gente. Me gustaba su trabajo, siempre quise ser cancionero, levantarme temprano y volver con mi cesta repleta de melodías azules con orillas blancas, moradas verdes o rojas color madera. Había unas que bajo los rayos del sol se deshacían, su polvo sonaba como azúcar mojada; si se mordían, la música quedaba en los dientes y todo el día tenía uno para andar de buen humor y mucha risa.

“En Silos nunca hubo muertos graves. Todos cumplían su edad y se iban silenciosos. Hubo incluso quienes buscaron a propósito que los picara un mosco de cruz, como a mis abuelos.

“La única muerte de la que mi abuela platicó había ocurrido años antes. Era una muchacha enamorada de un hombre que la burlaba haciéndole creer que la quería. Cuando la joven le reclamó, el hombre le dijo que aceptaba unirse a ella si le demostraba su amor. Y como las acciones no se explican, la joven se fue desde una noche antes a la playa a esperar que apareciera la canción más nueva y más hermosa.

“Fueron tantas las que nacieron ese día que la arena de la playa parecía tapizada por cangrejos y collares, por flechas brillantes ondulando sin parar… No supo cuál escoger. De pronto, en el acantilado, vio una diferente a todas, algo nunca visto. Corrió a tomarla. En su intento fue arrastrada por las olas.

“Cuando el mar la regresó tenía un puño de mariposas grises en su mano izquierda y en la otra un escarabajo. Su cuerpo estaba blando y pegajoso como el pan cuando se moja.

“Alguna vez mi prima y yo platicamos sobre esto y nos reconocimos comunes a un origen de sombras, sal y agua. Sentimos miedo. El mar nos atraía tanto como sus acantilados y soñábamos nuestros cuerpos desnudos, sumidos en profundidades de peces y lirios. Al despertar cientos de caracolas anidaban en nuestras manos y vivían el espacio como nosotros compartíamos la mirada. Años más tarde mi prima murió y sus ojos quedaron para siempre en mí.

“Ahora es tarde. No puedo seguir platicando mi vida, debo descansar. Mañana contaré de cuando mi prima comió tantas canciones que casi se ahoga, y de cómo castigaron al hombre que provocó la muerte de la joven. Fea muerte la que deposita el amor convertido en odio. Ahora duerme, dulce niño, descansa, que Filogonio, genio y figura, surcador de todos los mares del mundo te cuida, duerme, seré tu ángel de la guarda en este reino de llanto y crujir de dientes. Tranquilo, no hay poder en el mundo que contra mí se resista. En verdad os digo que olvides por un momento tu destino y tu nombre, el desierto que tanto sueñas, y cuídate de una mujer que te quiere a su ley. ¡Este pueblo está maldito!...”

- De acuerdo, ya escuché suficiente. Ahora le quitaré la botella si no me cuenta lo que quiero saber.

Fragmento del cap. XII de Naufragio; Ediciones B.