Monday, August 13, 2007

Ni principio ni fin…(pero con el Principito y su sax)…

La luna que viaja en taxi...

Un día va a traer un borreguito, le dará de comer y hablará con él todas las tardes acerca de los amaneceres. Se quema la oficina el escritorio la computadora el edificio el perro de la entrada todos pero no… él no… él riega plantitas… riega plantitas en su oficina… Es el Principito, digo yo, que se salió del libro, vivió un tiempo en Chile y llegó a este edificio. El Principito que mientras el baobab se come este planeta de gobierno donde habitan los escritorios de triplay, él riega plantas. Que mientras los jefes y los jefes de nuestros jefes se matan mentalmente, él con su acento chileno dice tengo hambre ya vámonos a comer y se sale valiéndole todo, todo, incluso las miradas cuchillos de los jefes y de los jefes de ellos. Uno tiene qué comer, no? Es el Principito chileno al que le debo un tatuaje. Un tatuaje que me dejó un viernes que salimos los tres: el Principito, ella y yo.

Íbamos en el auto de ella, dictadora de un volante de indiferencia y seriedad. Estás enamorado hasta las patas, se daba cuenta el Principito y me lo murmuraba mitad lástima mitad advertencia. Es inteligente, mucho, me justificaba yo mientras jugaba con el pelo de ella que estaba hecho más de latidos míos que de pelos suyos.

Esa noche la luna no tuvo dinero para el taxi y despedimos al Principito en medio de la oscuridad. Lo arrojamos en una esquina adornada por cartas pisoteadas por llantas, sucias, encharcadas. Si estuvieran limpias serían cartas-cartas; como eran un asco entonces eran cartas de amor, supuse. Toda la noche además de vodkas yo había bebido los consejos e historias del Principito (desde anécdotas con la familia de Allende, con Quino, con Bachelet, hasta discusiones con… no sé… el Mastuerzo). Y al bajar de esta nave de embriaguez, ahí la aguja la tinta el tatuaje: disfrútense, la noche es joven, ustedes… disfrútense.

No escupió ningún poema o ninguna frase con etiqueta histórica. De hecho sólo fue esa palabra. Disfrútense. Y fue la forma en que lo dijo. Como si el Principito supiera que eso iba a terminar, que todo iba a terminar y lo único que había qué hacer era eso. Disfrutarla a ella, a ella en la noche sin luna, a ella en las noches que se dejara. O simplemente disfrutar la noche, las noches.

Y así fue; así fue hasta hace unos días desde los que ya solo sólo bebo en vasitos de unicel su recuerdo, servido por su depresión y por su, en resumen, ‘no eres tú soy yo’. Desde los que ya solo sólo bebo en vasitos de plástico una paliza, servida por su pelo hecho ya de puñetazos. Puñetazos en mi tórax en mis sienes. Con luna o sin luna. Con cartas o sin cartas. Y desde los que ya sólo solo platico y me entrevisto con su vacío.

Por las mismas fechas me regañaron a mí y al Principito, gracias al Principito, claro. Que si nos tomamos mucho tiempo para comer; que si hacemos lo que queremos; que si llegamos tarde que si nos vamos temprano. Fue inútil explicar que nuestros tiempos son relativos y que finalmente ambos, cada uno en su área, entrega lo que debe.

No lo entienden, concluyó el Principito, este Principito de 54 años que vive en su planeta, no lo entienden. El baobab se sigue alimentando de este planeta de gobierno donde habitan los sellos de goma que autorizan trámites. Se quema la oficina el escritorio la computadora el edificio el perro de la entrada todos pero no… él no… él riega plantitas buenas… Y un día no muy lejano llegará con un borreguito. Entonces subiré a su oficina, pediré al Principito que toque el saxofón como lo toca en su casa -y para que entonces nos regañen con razón- y para no hablarle más de amaneceres le contaré a su borreguito cómo fue que ella se despidió; cómo fue que se fue enmarcada en ese pelo que aún se sigue asomando y poniendo frente a mis telescopios, y que cuando desde este planeta donde habitan los papeles-memo enfoco los lentes y las coordenadas alcanzo a apreciar, a lo lejos, que su pelo aún está hecho de latidos… a lo lejos lejos lejos … de latidos...